viernes, 22 de febrero de 2013

Perdida en Reims



(Versión completa del texto originado en el marco de la exposición Double Stéréo#4 organizada por la asociación 23.03 en Reims, Francia - Salle Brûlart -28/11/2011) 
Publicación en francés e inglés: http://2303.fr/publication/dbs-4/

Desperté con sensación de frío en los huesos. Estaba oscuro y la manta tapaba el piso. Cuando quise levantarla me moví como un muñeco de armar, con las piezas separadas y mal engranadas. El sillón es incómodo igual que este frío que duele. Me hace falta el cielo azul de Barcelona y la gente caminando por el carrer. Reims en invierno se ve en blanco y negro. La vida transcurre detrás de las paredes y se vislumbra a través de alguna cortina que se cierra, en las flores que asoman desde aquel balcón, adentro de los cafés, en la sopa de cebolla y en cada sorbo de champagne. Reims is boring decía la obra de un artista en la exposición que visité ayer. Me acerqué al autor con ganas de conversar sobre el aburrimiento. Se lleva adentro, le insistí. Librarse del aburrimiento es una de esas cosas que se busca afuera y se encuentra adentro. Como la vida en Reims. Pero la discrepancia no siempre anima la conversación.

Me abrigué bien, me envolví el cuello en una bufanda blanca y salí. Olvidé los guantes y anduve por las calles de adoquines con las manos tiritantes y secas dentro de los bolsillos de la campera. Me detuve a mirar las orquídeas que una florería todavía abierta había sacado a la vereda. “Salut”, me dijo un señor bajito. -“¿Quiere llevar flores? Hoy es el día de Santa Catalina”. Estaba sentado sobre uno de los pocos escalones de la puerta de entrada y rodeado de macetas de orquídeas. A Santa Catalina se le pide “un mari de bon lieu! Qu’il soit doux, opulent, libéral et agréable!”. Me hizo reír. No quiero un marido, le contesté, quiero a José.

Crucé la calle en dirección a Les cahiers perdus y entré. Pedí una copa de vino tinto y una tartiflette. Agarré el diario local que estaba sobre la mesa y lo empecé a ojear. El vino llegó enseguida, acompañado de una canasta con pan caliente. El lugar era pequeño y las pocas mesas estaban ubicadas muy cerca unas de las otras. Dos parejas se reían delante de una fondue y una botella de vino blanco en la mesa junto a la ventana. Pero a mí algo se me apretó adentro; mi aburrimiento tal vez o las risas que tengo atoradas desde que no me río con José. Je suis perdue en Reims. Pagué la cuenta y salí. Caminé hasta la Basílica de Saint Remi y me senté en la escalinata a mirar las piedras cuadradas del mundo medieval, cuando Jesús desde la cruz miraba a los hombres a la cara. Levanté despacio la cabeza dolorida hacia las torres altas y delgadas que me miraron con ese aire gótico tan familiar. Les sonreí y me detuve en las agujas doradas del reloj de la torre derecha. Hora de ir a casa.

Cuando regresé era de noche. A la mañana siguiente me levanté a las nueve, con el sonido manso que levantan las ruedas de los autos que se deslizan sobre el agua de la lluvia. Me acerqué a la terraza y unas nubes voluminosas, más blancas que grises, se me vinieron encima. No vi edificios o pájaros, ni copas verdes de árboles o banderas, solo las nubes blancas y gordas flotando con el susurro del agua callejera y la charla animada de las cotorras. Sóc a Barcelona, me dije ante la duda. Fui hasta la cocina para poner agua a calentar y a preparar unas tostadas sin poder quitarme la imagen de la ciudad borrada por las nubes. La cocina es blanca: los armarios, los cajones, la puerta, el piso y esa mañana, incluso la campana del extractor de aire que está sobre el fogón resplandecía. José habría limpiado antes de salir. No sé cómo le da el tiempo para hacer estas cosas. A mí el tiempo se me escapa como si cada paso mío se adelantara a las agujas del reloj, mientras él camina con parsimonia, con el cuerpo erguido y la cabeza en alto, deteniéndose en cada segundo.  Miré el reloj de cocina colgado en la pared que marcaba la hora del adéu.

Unté las tostadas con queso de cabra y bebí sin muchas ganas el té de rooibos. La somnolencia me hace confundir el apetito con el hambre. Como el futuro. Antes de irme a Reims, Guzmán me dijo que era momento de pensar en el futuro. El pan cruje mientras mastico un mañana en el que José me hace reír, como casi siempre. Y me saluda con esa caricia que entra por la cintura y recorre la espalda hasta la mitad estirando el tiempo con la punta de los dedos. Fins ara. El timbre del cartero me regresó al presente, y la correspondencia de la cuenta del agua me llevó a ese otro futuro del que hablaba Guzmán, que no tiene sabor a queso de cabra. Es ese tiempo en que los pasos solo duran lo que dura un paso, en que lo que cuenta es lo que se ve, lo que se muestra, o lo que se paga. Un tiempo que a veces se vuelve mandato. Como aquella tarde de viernes en que José aceleró el segundero y no vino a nuestra cita. Lo disculpé; él también ha debido esperar alguna vez a que volviera sobre mis pasos para ir a encontrarlo. Tiempo de desencuentros. Salí de nuevo a la terraza. Las nubes eran grises y chatas. Caía un xàfec de mil demonis.

Guzmán sólo pensó en ese futuro para ponerle fin a un cierto presente. El resto lo dejaba en manos de la Providencia que llegaba en forma de milanesas en las manos de una amiga, o en forma de palomas. Pero fue gracias a la insistencia de mi madre que aprendí a dejar algunas cosas en manos de la Providencia, aunque a veces mi poca fe me hace tambalear los dedos sobre la madera. Cada tanto este presente de ausencia me hace tamborilear. Es lo que toca dicen por acá, a modo de ánimo o consuelo. Mientras escucho esas palabras a lo lejos, me arreglo las manos, me pinto las uñas e intento sacar música del tamborileo. La lluvia entró en la terraza y me salpicó la cara empujada por un aire frío. Fui a buscar un abrigo.

Me puse una sudadera amarronada y entré al baño a enjuagarme la cara. Sin mirarme en el espejo, abrí la canilla del agua caliente y el calentador de gas crujió un poco. Puse las manos en vasija debajo del agua hasta que se llenó, desbordó y empezó a caer a un ritmo constante como la arena del reloj. Entonces agaché la cabeza y la puse entre las manos. Me quedé un ratito con la cara en el agua tibia y luego estiré la mano en busca de la toalla. Me erguí mientras me secaba y entreabrí los ojos frente al espejo empañado. Ahí seguían las nubes, la lluvia; los relojes de arena y los segunderos; la Providencia, las risas y José. Con la misma toalla empecé a limpiar el espejo empañado, al ritmo de una caricia leve que va desde la cintura a la mitad de la espalda. Abrí un ojo y miré la hora. Eran las once.


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