Aquí en Barcelona descubrí que allá en Montevideo nos abrazamos mucho. Nos abrazamos cuando nos vemos, para saludarnos; porque estamos contentos (y en este caso damos pequeños saltitos o nos balanceamos para los costados) nos abrazamos si estamos tristes, o si al menos uno lo está; nos abrazamos para despedirnos o para decirnos cosas sin palabras, pero sobre todo me gusta que nos abrazamos sin motivo, de puro cariño y juego. Usamos los brazos pero también nos abrazamos con el cuerpo. Nos apretamos con gusto y naturalidad.
Cuando fui a Uruguay luego de mucho tiempo tuve miedo de asustar con expresiones de cariño a mi sobrinito de tres años y medio, para quien en carne y hueso, a mi pesar, era una desconocida. Me hinqué de rodillas para mirarlo a la altura de sus ojitos y me quedé quieta. Él se acercó impulsado por la mamá desde atrás y cuando le fui a dar un beso sentí sus bracitos que me envolvían el cuello. Me morí de amor de inmediato. En estos días cumplió cuatro años y se me apareció en Skype, contento, mostrándome la ambulancia con sirena y luces que le habían regalado. La prendía y la apagaba intermitentemente. El reflejo de abrazarlo fue tan automático que le dije mirá te mando besos y un abrazo y abrí los brazos hacia los costados y los cerré abrazando mi cuerpo. Él, al igual que yo, abrió los bracitos y los cruzó sobre su cuerpo. Enseguida entendió, y tanto, que cuando más tarde se iba luego de decir chau y mandar besos y demás, en un gesto rápido para despedirme me miró y se abrazó un instante.
Hay que besarse más decía Roberto Galán. Pero más que besos hacen falta abrazos. Abrazos gratis, me decía una amiga entre risas. Quién sabe, cualquier día de estos me hago un cartel y salgo por el Arco de Triunfo a dar abrazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario