Las flores bordadas en el almohadón le llamaron
la atención a mi vecina. La había invitado a pasar y esperar tranquila a que
llegara el cerrajero. Dejó el bastón y se sentó en el sillón de casa donde
acariciaba el almohadón de flores mientras conversábamos de una cosa y de otra.
De pronto, con voz baja y mirando de reojo al almohadón me preguntó: ¿Lo has
hecho tú?. Demoré un momento en hablar. Primero le sonreí. Tuve la impresión
que si contestaba que sí subiría mil puntos en el score de buena vecina. Pero ni modo, el mérito es todo de Ikea. Así
que le dije que no entre sonrisas: no tengo paciencia.
Lo cierto es que es más
que un asunto de paciencia: cuando coso los botones, se descosen. Y es
frustrante. Es una habilidad que no he procurado mejorar; siempre hay alguien
que sale al auxilio, aunque en Barcelona me es difícil encontrar alguien que
haga costura por mí.
Hay cosas prácticas de la vida que he desestimado
durante mucho tiempo y este fin de semana me di cuenta que es momento de hacer
algo antes de que se me mueran todas las neuronas que se ocupan de este tipo de
cosas. Estaba en casa de una amiga por comer una picada liviana con unas cañas.
Ella abría un frasco de enormes olivas y otro de cebollitas y me alcanzó un destapador para que abriera las cervezas. El diseño del instrumento era
del tipo corto que usa un engranaje como si fuera una navaja. Lo acerqué a la tapa de la botella pero ninguna de las dos
posiciones del destapador encajaba. Hice algún ruido a modo de protesta y seguí intentando.
Levanté la cabeza y vi a mi amiga que estaba mirando. Entre risas me gritó: “¡In-te-le-tual!
¡in-te-le-tual!”, así, sin “c”. No me dijo cómo era y me dejó unos minutos
investigando el artefacto que mostraba un diseño nuevo que cambiaba las
funcionalidades de lugar bajo la antigua apariencia del abridor de botellas de
toda la vida.
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