De esto hace mucho tiempo, sin embargo, todavía permanece el miedo a hablar, el temor a discrepar y a cuestionar,
así como permanecen algunos modelos de autoritarismo de esos que mandan callar.
Lo difícil es que estos modelos están internalizados incluso allí donde uno no quisiera
que existan, como las universidades o los partidos políticos que otrora eran
silenciados. En definitiva, están internalizados en nuestras sociedades donde el
aumento de la palabra dicha -expresada en abundancia a través de medios
digitales- convive con las reacciones de aquellos que quieren conservar el
derecho de expresión como un derecho exclusivo, excluyente.
Por un lado, me refiero a las situaciones en
que el ‘argumento’ para silenciar al otro es la autoridad que emerge de una posición
de poder y que toma cuerpo en distintas maneras; habitualmente se viste de descrédito,
lo que no es más que otra forma de la mediocridad: ‘¿quién sos tú para decir esto o aquello?’.
Por otro lado, me refiero
a los ‘argumentos’ vinculados a ciertas condiciones de pertenencia que serían
necesarias para adquirir el derecho a expresarse: “para opinar (de Uruguay) tenés que volver a Uruguay” o para hablar de esto tenés
que ser periodista (no blogger) o para opinar sobre esto tenés que ser sociólogo
(y no de otra disciplina). En definitiva, se trata de una pugna por espacios de
poder que se libra en las palabras. Por eso hay que hablar. La libertad de
expresión y de opinión no tiene garantía. Hay que ejercerla y cuidarla, incluso
cuando no es a nosotros a quien mandan callar.
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