martes, 29 de octubre de 2013

La sal

El día empezó nublado y bajé a la panadería a buscar algo para desayunar. El puesto de María había improvisado una barra con sillas sobre la estrecha vereda del carrer. Sobre la vitrina se enfriaban unas fuentes grandes con el pan colorido entero que, como los arrollados, esperaba a ser cortado para mostrarse. ¡Qué rico! dije respirando el aroma a recién salido del horno. ¿Puedo llevar un pedacito? Entonces María cortó el pan y aparecieron en la miga las rayas rojas y amarillas de la bandera catalana. Los colores estaban en el pan, en las camisetas, en las banderas de los balcones, en los sombreros, en los perros que paseaban, en los zapatos de algunos y en las caras de otros. 

Congelé parte del pan, desayuné rápido y salí a caminar por el parque. En la entrada del Parc de la Ciutadella daban abrazos gratis: Una abraçada decían a voces unos brazos estirados que se me acercaron. Abrí los míos y abracé y me dejé abrazar. La sonrisa no me entraba en la cara, ni se me quitaba. Como no se me quita después que veo a Pol. Me despido de él y sigo caminando con la sonrisa puesta. Pasan los días y cuando estoy en otra cosa, me acuerdo de ese comentario con el que me hizo reír y la sonrisa se me aparece sola. 

Cuando a mediodía salió el sol, la calle estaba repleta de gente, banderas, colores, abrazos, besos, familias enteras, grupos de amigos, muchos jóvenes y también mayores, todos esperando el momento de armar la cadena humana que desplegaría la más grande bandera de Cataluña. Cada tanto se escuchaba algo que sonaba como ‘i-indá…independenci-á’. 

No sé dónde estaba escondida toda esa alegría que hace ya un buen tiempo merma en este lugar. Los rostros se han vuelto adustos, la palabra desesperanzada y hosca, como si ya no se pudiera ser feliz. Pero ese día los que salían a la calle contagiaban ilusión; la alegría estaba al carrer, en el lugar donde aquí se comparte la vida. Aunque otros se quedaron en casa. Y algunos, tal vez, bajaron las persianas. 

La cadena humana se hizo bandera, y luego el día terminó. Y llegó el día siguiente, y el otro, y antes que llegara el frío la ilusión había vuelto a irse. Emergieron los rostros secos de antes, y aparecieron otros más. Pol y yo no volvimos a encontrarnos.

Una tarde de lluvia, estaba sola en casa y prendí el horno para calentar el pan que todavía guardaba en la heladera. Me preparé a degustarlo con anhelo de masticar felicidad. Pero no le sentí gusto a nada; como si le faltara sal.


No hay comentarios:

Publicar un comentario