miércoles, 19 de septiembre de 2012

Fins les onze


Ilustración: Keki Unpuntito 
http://1puntito.blogspot.com.es/ 
Me levanté esa mañana a las nueve, con el sonido manso que levantan las ruedas de los autos que se deslizan sobre el agua de la lluvia. Me acerqué a la terraza y unas nubes voluminosas, más blancas que grises, se me vinieron encima. No vi edificios o pájaros, ni copas verdes de árboles o banderas, solo las nubes blancas y gordas flotando con el susurro del agua callejera y la charla animada de las cotorras. Sóc a Barcelona, me dije ante la duda. Fui hasta la cocina para poner agua a calentar y a preparar unas tostadas sin poder quitarme la imagen de la ciudad borrada por las nubes. La cocina es blanca: los armarios, los cajones, la puerta, el piso y esa mañana, incluso la campana del extractor de aire que está sobre el fogón resplandecía. José habría limpiado antes de salir. No sé cómo le da el tiempo para hacer estas cosas. A mí el tiempo se me escapa como si cada paso mío avanzara de una hora a la otra, mientras él camina con parsimonia, con el cuerpo erguido y la cabeza en alto, deteniéndose en cada segundo.  Miré el reloj de cocina colgado en la pared que marcaba la hora del adéu.

Unté las tostadas con queso de cabra y bebí sin muchas ganas el té de rooibos. La somnolencia me hace confundir el apetito con el hambre. Como el futuro. Ayer Guzmán me dijo que es momento de pensar en el futuro. El pan cruje mientras mastico un mañana en el que José me hace reír, como casi siempre. Y me saluda con esa caricia que entra por la cintura y recorre la espalda hasta la mitad estirando el tiempo con la punta de los dedos. Fins ara. El timbre del cartero me regresó al presente, y la correspondencia de la cuenta del agua me llevó a ese otro futuro del que hablaba Guzmán, que no tiene sabor a queso de cabra. Es ese tiempo en que los pasos solo duran lo que dura un paso, en que lo que cuenta es lo que se ve, lo que se muestra, o lo que se paga. Un tiempo que a veces se vuelve mandato. Como aquella tarde de viernes en que José aceleró el segundero y no vino a nuestra cita. Lo disculpé; él también ha debido esperar alguna vez a que volviera sobre mis pasos para ir a encontrarlo. Tiempo de desencuentros. Salí de nuevo a la terraza. Las nubes eran grises y chatas. Caía un xàfec de mil demonis.

Mario sólo pensó en ese futuro para ponerle fin a un cierto presente. El resto lo dejaba en manos de la Providencia que llegaba en forma de milanesas en las manos de una amiga, o en forma de palomas. Pero fue gracias a la insistencia de mi madre que aprendí a dejar algunas cosas en manos de la Providencia, aunque a veces mi poca fe me hace tambalear los dedos sobre la madera. Cada tanto este presente de ausencia me hace tamborilear. Es lo que toca dicen por acá, a modo de ánimo o consuelo. Mientras escucho esas palabras a lo lejos, me arreglo las manos, me pinto las uñas e intento sacar música del tamborileo. La lluvia entró en la terraza y me salpicó la cara empujada por un aire frío. Entré a buscar un abrigo.

Me puse una sudadera amarronada y fui al baño a enjuagarme la cara. Sin mirarme en el espejo, abrí la canilla del agua caliente y el calentador de gas crujió un poco. Puse las manos en vasija debajo del agua hasta que se llenó, desbordó y empezó a caer a un ritmo constante como la arena del reloj. Entonces agaché la cabeza y la puse entre las manos. Me quedé un ratito con la cara en el agua tibia y luego estiré la mano en busca de la toalla. Me erguí mientras me secaba y entreabrí los ojos frente al espejo empañado. Ahí seguían las nubes, la lluvia; los relojes de arena y los segunderos; la Providencia, las risas y José. Con la misma toalla empecé a limpiar el espejo empañado, al ritmo de una caricia leve que va desde la cintura a la mitad de la espalda. Abrí un ojo y miré la hora. Eran las once.

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