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Ilustración: Keki Unpuntito
http://1puntito.blogspot.com.es/ |
Unté las tostadas con queso de cabra y bebí sin
muchas ganas el té de rooibos. La somnolencia me hace confundir el apetito con
el hambre. Como el futuro. Ayer Guzmán me dijo que es momento de pensar en el
futuro. El pan cruje mientras mastico un mañana en el que José me hace reír,
como casi siempre. Y me saluda con esa caricia que entra por la cintura y
recorre la espalda hasta la mitad estirando el tiempo con la punta de los
dedos. Fins ara. El timbre del
cartero me regresó al presente, y la correspondencia de la cuenta del agua me
llevó a ese otro futuro del que hablaba Guzmán, que no tiene sabor a queso de
cabra. Es ese tiempo en que los pasos solo duran lo que dura un paso, en que lo
que cuenta es lo que se ve, lo que se muestra, o lo que se paga. Un tiempo que
a veces se vuelve mandato. Como aquella tarde de viernes en que José aceleró el
segundero y no vino a nuestra cita. Lo disculpé; él también ha debido esperar
alguna vez a que volviera sobre mis pasos para ir a encontrarlo. Tiempo de
desencuentros. Salí de nuevo a la terraza. Las nubes eran grises y chatas. Caía
un xàfec de mil demonis.
Mario sólo pensó en ese futuro para ponerle fin
a un cierto presente. El resto lo dejaba en manos de la Providencia que llegaba
en forma de milanesas en las manos de una amiga, o en forma de palomas. Pero
fue gracias a la insistencia de mi madre que aprendí a dejar algunas cosas en
manos de la Providencia, aunque a veces mi poca fe me hace tambalear los dedos
sobre la madera. Cada tanto este presente de ausencia me hace tamborilear. Es
lo que toca dicen por acá, a modo de ánimo o consuelo. Mientras escucho esas
palabras a lo lejos, me arreglo las manos, me pinto las uñas e intento sacar
música del tamborileo. La lluvia entró en la terraza y me salpicó la cara empujada
por un aire frío. Entré a buscar un abrigo.
Me puse una sudadera amarronada y fui al baño
a enjuagarme la cara. Sin mirarme en el espejo, abrí la canilla del agua
caliente y el calentador de gas crujió un poco. Puse las manos en vasija debajo
del agua hasta que se llenó, desbordó y empezó a caer a un ritmo constante como
la arena del reloj. Entonces agaché la cabeza y la puse entre las manos. Me
quedé un ratito con la cara en el agua tibia y luego estiré la mano en busca de
la toalla. Me erguí mientras me secaba y entreabrí los ojos frente al espejo empañado.
Ahí seguían las nubes, la lluvia; los relojes de arena y los segunderos; la
Providencia, las risas y José. Con la misma toalla empecé a limpiar el espejo
empañado, al ritmo de una caricia leve que va desde la cintura a la mitad de la
espalda. Abrí un ojo y miré la hora. Eran las once.
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